La historia de cómo un rey de los Rupa Nua acabó con su propia civilización.
En una isla muy, muy remota, de cuyo nombre ocupóse el olvido, habitó un rey como jamás lo hubo antes ni lo habría después.
Celebróse la coronación entre focas e iguanas, gaviotas y pelícanos, cieno y también hombres, aunque estos los que menos. Juróse adueñar de cuanto escondiera el mar en sus tripas y sobre su faz. Ceñóse un par de algas a modo de corona y declaró con voz temible que todo aquel que no se arrodillara ante él, las piernas perdería. Siguiéronle la gran mayoría, el resto no muy lejos pudo ir.
Dícese de aqueste monarca, grande como ballena y fuerte como buey, que venció en singular combate a Hemnir Cachalote Negro (sobrenombre que ameritó al cabalgar sobre tan majestuosa criatura), ahorrando con tal proeza miles de vidas. Dícese también que tras la pendencia lanzóse al mar desde el dique, y en el fondo dio con el cachalote de su fenecido rival y lo estranguló con sus propias manos, tapando el espiráculo cuando la pobre bestia salía a respirar. Veníale aquesta violencia desde niño. Al decir de muchos, desde aquel día en que contando sólo tres años arrancóle a una ardilla la cabeza de un feroz mordisco. Mas el lector, avisado como está de que aqueste cuento es tan (o más) viejo como (que) el diablo, sabrá ponderar la veracidad de las habladurías a las cuales doy fe no sin cierto escepticismo.
Sin más nadie que quisiera hacer frente a nuestro renombrado rey, plegáronse los Rupa Nua bajo el estandarte de la corona de algas. Así llegó la paz tras los días de guerra, y con ella el gobierno, para lo cual era menos ducho aqueste monarca.
Contábase que en su soberbia y desmesura no sólo pretendía regir sobre los hombres, sino también sobre el mismísimo mar. Afirmaban los suyos que asiduamente reñía con el mar y que, si una ola cometía la imprudencia de zarandearlo, mandábala azotar sin piedad. Gritaba al sol para que alumbrara la noche y ordenaba a la luna que se mostrase entera y desnuda para él, cosa que hacía de vez en cuando, con cíclica regularidad. En ocasiones aparecíase el monarca por su real ventana para conversar con las gaviotas; otras veces desafortunados criados volaban a través della.
Era tal la megalomanía de aqueste rey que no tenía por Dios a nadie más que a él. Así mandó erigir cientos de efigies en su honor. Y cuando la montaña no dio más de sí, ordenó despojar a los templos de su sagrada piedra. A quienes se opusieron dioseles la oportunidad de rezar por sus vidas, pero no hubo milagro que se interpusiera entre hacha y cuello.
Vanidoso y veleidoso era aqueste rey, tan avaro de riquezas como ávido de mujeres. Mil bastardos engendró, y a cada una de sus concubinas cobró un tributo por el don de su simiente. Cuando nacieron los primeros hijos, decretó que todos serían seres sagrados e intocables y que podrían gozar de todas las mujeres que dispusieran.
Crecieron los primeros hijos y la isla llenóse de orondos vientres nuevamente, y de pequeñas criaturas lloronas pasadas unas lunas más. Con el tiempo, tornóse la tierra más cara y escasa. El territorio, limitado por las leyes de la naturaleza, no podía crecer más, pero sus habitantes, alentados por sus instintos naturales, sí.
Nuestro célebre rey se enfrentó entonces a un problema de otra índole. Ocurrióle paseando por uno de sus jardines: confundió su efigie con el rostro de uno de sus descendientes. Los años se cobraban su paso con arrugas, mas las estatuas permanecían en su pétrea juventud. Sin dilación alguna, mandó reconstruir sus rostros a mayor escala. Ordenóles a todos sus súbditos que participaran en la obra, y que no solo se levantasen las esculturas en las plazas, sino también alrededor de la isla, con idea de que aquello fuera lo primero que vieran los navegantes. Tan colosales eran las piezas que debían tallarse por separado y con gran esmero para ansí ensamblarlas después de transportarlas y erguirlas mediante enormes palancas de palmera, cáñamo y poleas.
La magnífica obra cubrió dos tercios de la isla, pero jamás conectó la circunferencia completa, pues agotáronse las palmeras.
Aumentaban las bocas que alimentar, mas sin árboles en la isla, como bien es sabido, el suelo erosionóse. Cada vez eran menos las plantas y cereales que crecían en la tierra vuelta estéril. Tampoco había madera para las balsas. Convirtióse la pesca en tarea obligada. Y peligrosa. No tanto por los peces como por los hambrientos vecinos. Produjéronse guerras por viejas canoas y remos primero, por frutas más luego, y por ende por angustia o desesperanza. Sin palmeras, negóse el suelo a absorber más agua y llegaron las inundaciones con mayor frecuencia y magnitud. Lleváronse estas lo que restaba: los hogares, el sustento y la esperanza.
Y por eso no hubo ni habrá otro rey como aqueste, pues acabó con el pasado y con el futuro de los Rupa Nua.